2/17/2013

¡ABRE TUS ALAS Y VUELA!


El ser humano es un animal gregario.
Vivimos en grupo, nos necesitamos unos a otros para obtener comida, darnos seguridad, etc.
Por lo que creer que sea posible no recibir influencia de los demás es imaginar lo improbable.

A veces no entendemos el comportamiento de algunas personas que eran auténticas, dejando de confiar en su propio criterio y de repente se convierten en simples clones de quienes les rodean.
Filtrar los estímulos exteriores recibiendo los buenos, bloqueando los malos y diferenciarlos entre sí, es muy difícil.

Os dejo dos fábulas, muy parecidas, pero con distinto final.
Solo decir que el final lo elige uno mismo.

Espero que os gusten.

EL AGUILA

Hubo un indio guerrero que encontró un huevo de águila en la cima de una montaña y puso éste huevo de águila junto con los huevos que iban a ser empollados por una gallina.
Cuando el tiempo llegó, los pollitos salieron del cascarón, y la pequeña águila también.

Después de un tiempo, ella aprendió a cacarear como las gallinas, a escarbar la tierra, a buscar lombrices, limitándose a subir a las ramas más bajas de los árboles, exactamente como todas las otras gallinas. Y su vida transcurría en la conciencia de que era una gallina.

Un día, ya vieja, el águila terminó mirando el cielo y tuvo una visión magnífica.
Allá, en el azul claro, un pájaro majestuoso volaba en el cielo abierto, como si no necesitase hacer el más mínimo esfuerzo.
El águila vieja quedó impresionada. Se volvió hacia la gallina más próxima y dijo: "¿Qué pájaro es aquél?"
La gallina miró hacia arriba y respondió:
"¡Ah! Es el águila dorada, reina de los cielos. Pero no pienses en ella. Tu y yo somos de aquí abajo".
Y el águila no miró nunca más hacia arriba y murió en la conciencia de que era una gallina.
De esa manera, como todo el mundo la trataba, de esa manera creció, vivió, murió.

LA FÁBULA DEL ÁGUILA Y LA GALLINA

Era una vez un campesino que fue al bosque cercano a atrapar algún pájaro con el fin de tenerlo cautivo en su casa. Consiguió atrapar un aguilucho, lo colocó en el gallinero junto a las gallinas y creció como una gallina.

Pasados cinco años, ese hombre recibió en su casa la visita de un naturalista. Al pasar por el jardín, el naturalista dijo sorprendido:

“Ese pájaro que está ahí, no es una gallina. Es un águila.”

“Si”, dijo el hombre. “Es un águila. Pero yo la crié como una gallina. Ya no es un águila. Es una gallina como las otras”.

“No”, respondió el naturalista. “Ella es y será siempre un águila. Pues tiene el corazón de un águila. Este corazón la hará un día volar a las alturas”.

“No”, insistió el campesino. “Ya se volvió gallina y jamás volará como águila”.
Entonces, decidieron hacer una prueba.
El naturalista tomó al águila, la elevó muy alto y, desafiándola, dijo: “Ya que de hecho eres un águila, ya que tú perteneces al cielo y no a la tierra, entonces, abre tus alas y vuela!”

El águila se quedó, fija sobre el brazo extendido del naturalista. Miraba distraídamente a su alrededor. Vio a las gallinas allá abajo comiendo granos. Y saltó junto a ellas.

El campesino comentó. “Ya te lo dije, ella se transformó en una simple gallina”.

“No”, insistió de nuevo el naturalista, “Es un águila”. Y un águila, siempre será un águila. Vamos a experimentar nuevamente mañana.

Al día siguiente, el naturalista subió con el águila al techo de la casa y le susurró: “Águila, ya que tú eres un águila, abre tus alas y vuela!”.

Pero cuando el águila vio allá abajo a las gallinas picoteando el suelo, saltó y se fue junto a ellas.

El campesino sonrió y volvió a la carga: “Ya te había dicho, se volvió gallina”.

“No”, respondió firmemente el naturalista. “Es águila y poseerá siempre un corazón de águila. Vamos a experimentar por última vez. Mañana la haré volar”.

Al día siguiente, el naturalista y el campesino se levantaron muy temprano. Tomaron el águila, la llevaron hasta lo alto de una montaña. El sol estaba saliendo y doraba los picos de las montañas.

El naturalista levantó el águila hacia lo alto y le ordenó: “Águila, ya que tú eres un águila, ya que tu perteneces al cielo y no a la tierra, abre tus alas y vuela”.

El águila miró alrededor. Temblaba, como si experimentara su nueva vida, pero no voló. Entonces, el naturalista la agarró firmemente en dirección al sol, de suerte que sus ojos se pudiesen llenar de claridad y conseguir las dimensiones del vasto horizonte.

Fue cuando ella abrió sus potentes alas. Se irguió soberana sobre sí misma y comenzó a volar, a volar hacia lo alto y a volar cada vez más a las alturas.
Voló y nunca más volvió.